Con unos días de retraso, porque confieso que no tengo cabeza últimamente, os ofrezco mi entrada en el club. Y como no lo voy a negar que además me ha pillado completamente fuera de juego el tener que hacerla. Me he puesto a pensar qué os podía ofrecer para compensar mi torpeza y olvido. Y se me ha ocurrido una cosa; como todo el mundo sabe ya, el fin de semana del 13 y 14 de febrero, fue en V Encuentro RA en Madrid. Allí nos congregamos 500 personas entre escritores, blogueros, editoriales y lectores. ¡Una locura!
En fin, una de las sorpresas del evento, fue una antología formada por relatos de escritores que cedimos al RA sin saber qué proyecto tenía Merche Diolch, su organizadora, para ellos. Al final, nos sorprendió con una antología en papel que recogía dichos relatos y que se regaló a todos los asistentes al evento.
Para todos los que estuvimos allí, fue un fantástico regalo, pero para los que no pudieron asistir, al tratarse de una edición limitada, se han quedado sin leer dichos relatos. Evidentemente, cada relato pertenece a su autor y por ello no puedo colgar ninguno, salvo el mío. Y ese es mi regalo para hoy. Al menos así, las que no fuisteis al evento, podréis leerlo y comentar qué os parece.
Espero que os guste.
Un besazo enorme,
Lorraine
Besos
de cereza
Llegaba tarde al trabajo, otra vez.
Sabía lo que Roger le diría, o más bien no diría, en cuanto la viese entrar por
la puerta del establecimiento en el que transcurría la mayor parte de su vida.
Pero a pesar de que la idea de comenzar aquel miércoles con una de las miradas
austeras y hasta terroríficas de su jefe no era nada apetecible para ella,
tenía que hacer una última parada antes de llegar a su destino final.
Apretó el paso haciendo que la falda de
su uniforme amarillo se le enredara entre los muslos. No hacía buen día,
nublado y con un desagradable viento que obligaba a su cabello color chocolate
a permanecer más tiempo sobre su rostro que enmarcando el mismo. Por lo menos el
uniforme conjuntaba estupendamente con sus botas azul turquesa con un lacito
impreso, amarillo también. Y para aquel día especialmente inestable y húmedo de
otoño las botas eran imprescindibles.
Una nueva ráfaga de viento levantó las
hojas color teja, mostaza y rojizas que caían de los prunus del parque frente
al que se encontraba el Stars, coffee and
blues, la cafetería en la que trabajaba. Las hojas comenzaron a bailar en
torno a sus pies, sonrió feliz de presenciar el juego de colores y se apartó un
mechón de cabello de los ojos. Pisó un charco de agua y saltó evitando tropezar
con el patinete de un chico que acababa de perder el control cayendo a un par
de metros de ella. El chico se levantó avergonzado mirándola y ella le guiñó un
ojo, lo que hizo que se ruborizara aún más. Se acercó al pequeño kiosco de
golosinas blanco y rojo en la acera y miró a la mujer que lo llevaba con gesto
esperanzado.
—¡Dime que hoy sí los tienes! —añadió en
tono suplicante. Sus enormes ojos castaños expresaron todo el anhelo que
guardaba su corazón por conseguir su preciado capricho.
La mujer sonrió iluminando su rostro
redondeado de piel olivácea.
—Has tenido suerte, bonita. Me queda uno.
—¿Uno?... Bueno —resopló—, algo es algo
—dijo conformándose. Los hoyuelos de sus mejillas se intensificaron anticipando
el disfrute que experimentarían sus papilas en cuanto pudiese disfrutar de su
anhelado caramelo.
Estaba enganchada a los caramelos de
cereza con palo. No sabía muy bien cuándo había comenzado aquella fijación,
porque ni de niña se había sentido especialmente tentada por los dulces, ni
siquiera por las golosinas con su variedad de sabores y brillantes envoltorios.
Pero desde hacía unos años los buscaba por todas partes. Tomó el Kojak y pagó a
la tendera sin perder tiempo. Vio que Roger, en la puerta del local, ya la
esperaba con cara de malas pulgas, cruzado de brazos y con el trapo de secar la
vajilla colgado de la cinturilla de sus pantalones bajo una prominente tripa
que no tenía forma de ocultar. Metió el caramelo en el bolsillo de su uniforme
junto a la chapa que la identificaba con su nombre como empleada de la
cafetería, y cruzó la calle corriendo al encuentro de su malhumorado jefe.
—Andrea…
—Sé que llego tarde —lo interrumpió
antes incluso antes de llegar hasta él—, pero también sabes tú que soy la última
en marcharse cada noche. Y no te sienta nada bien fruncir el bigote. Los
clientes van a pensar que has comido algo en mal estado —terminó el discurso
junto a su oído. Le dio un beso zalamero en la mejilla y pasó por su lado en
dirección a la barra a toda prisa. Tomó su delantal blanco y saludó a Peny, su
compañera de barra en la cafetería aquella mañana, mientras lo ataba a su espalda
con una lazada.
A su vez, Roger, en la puerta, apenas
era capaz de disimular la sonrisa que se paseaba por sus labios bajo el bigote.
—Llegas tarde —le hizo notar Peny,
aunque su tono no mostraba enfado. Se pasó el dorso de la mano por la frente
para apartarse un mechón rubio del cabello.
—¿Has tenido mucho trabajo?
—Un grupo de yupis exigentes con prisa
por hacerse con su café para llevar. Nada nuevo. Pero me habría venido bien tu
derroche de sonrisas matinal para aplacar los ánimos.
Andrea le sacó la lengua y salió del
mostrador para recoger las tazas vacías de una de las mesas. Las dejó sobre la
barra desde fuera con la intención de seguir recogiendo cuando su compañera le
dijo:
—Pero no te alegres tanto. Me voy a
fumar un cigarro y te dejo con el tío raro de la mesa siete. Lleva media hora
ahí sentado y aún no se ha decidido —le dijo señalándolo.
Andrea miró hacia la mesa indicada, pero
tardó unos segundos en ver a su ocupante, ya que las chicas de la mesa de
enfrente decidieron que aquel era el mejor momento para levantarse de sus
asientos y abandonar el local. Observó a su compañera hablando con Roger y volvió
a mirar hacía la mesa y entonces se encontró con la mirada verde, intensa e
inolvidable del cliente.
El corazón de Andrea se precipitó en una
carrera desenfrenada. Percibió que el aire que intentaba respirar se volvía
espeso y comenzaron a sudarle las manos, que apoyó en el mostrador para
mantener el equilibrio girándose y dando la espalda al hombre. Cerró los ojos,
intentando mantener el control de sus sentidos alterados, y las imágenes
comenzaron a sucederse en su mente como una película antigua, en blanco y
negro.
Estaba en un armario. Oscuro. La habían
metido allí con los ojos vendados, por lo que no tenía ni idea de lo que había
en el interior, pero olía a antipolillas y zapatillas de deporte, hasta que
entró él. Oyó el chasquido de la apertura de la puerta a su espalda y se giró,
sintió otra presencia, el aroma de una colonia masculina y cerrarse de nuevo la
puerta entre las risas que se oían del exterior. Comenzó a desbocársele el
pecho, como en ese momento, y estuvo tentada de salir del armario corriendo
como una cobarde. Se detuvo solo pensando que en el exterior el resto de los
chicos de su clase, que aguardaban, sería exactamente lo que pensarían. Era la
primera vez que era invitada a una de las fiestas de cumpleaños de las populares
de la clase, en su segundo año de instituto. Y todo había ido bien hasta que
decidieron empezar con el juego de los besos. Ella no había besado aún a un
chico y no le apetecía en absoluto empezar esa noche, menos aun cuando la
botella de cristal la señaló ella como la primera en entrar en el armario. No
tenía ni idea de quién sería el chico, pero ninguno de los presentes le había
llamado especialmente la atención. Por lo que su primera reacción al sentir que
el otro ocupante del reducido espacio se aproximaba a ella, fue levantar los
brazos para detenerlo, apoyando los antebrazos en su
pecho.
Él no dijo nada, se limitó a posar las
palmas de sus manos más grandes, cálidas y suaves, sobre las suyas. El contacto
fue sutil, pausado y excitante. Lentamente el chico fue subiendo desde sus
manos recorriendo parsimoniosamente sus brazos. Cada centímetro de su piel
erizada y expuesta. Andrea contuvo el aliento cuando llegó a su cuello. Las
yemas de sus dedos acariciaron a tientas los mechones del cabello que enmarcaban
su rostro. La piel le olía jabón y galletas de canela. Lo sintió aproximarse un
pasito más, hasta que el espacio entre dos fue prácticamente nulo. El aliento cálido
y dulce de él le acarició los labios justo antes de que ella entreabriese los
suyos sumida en una mezcla de sorpresa, deseo y nervios.
Tal vez debía marcharse. No conocía a
ese chico de nada. No sabía ni su nombre e iba a dejar que él fuese el que le
diese el primer beso. Tenía que marcharse, pero nada en el mundo conseguiría
que lo hiciera después de haber sentido sus manos rodear su rostro con ternura
y posar sus labios sobre los de ella.
Apenas fue un tibio contacto. Lento,
suave y efímero, como el aleteo de una mariposa. Pero fue consciente de como
abandonaba de su cuerpo hasta la última mota de oxígeno de sus pulmones. Y él
volvió a posar sus labios en los de ella. Los sintió plenos, cálidos y
exquisitos, hasta que tentó con su lengua la boca femenina. Al principio se vio
sorprendida, pero al instante quiso explorar el sabor dulce de su lengua.
Cereza. Sabía a cereza. Dulce y sublime
Kojak de cereza. Sus lenguas se acariciaron y saborearon unos segundos, hasta
que la puerta del armario se abrió y la luz se encendió súbitamente.
Sin pensarlo se apartó de él y ambos se
quitaron las vendas con apremio mientras los chicos de fuera reían y hacían
todo tipo de bromas. Se perdió en la inmensidad de la mirada verde e intensa de
aquel chico de cabello negro y labios de caramelo mientras sus mejillas
comenzaban a arder marcadas a fuego. Él intentó detenerla, pero salió corriendo
de allí sin mirar atrás. Avergonzada y confusa.
Días después, una compañera le dijo que
era el primo de la chica del cumpleaños, que estaba de visita y llegó en aquel
momento a la fiesta. Nunca supo su nombre, jamás volvió a verlo, pero no había
conseguido olvidar su mirada, la forma de tocarla, el sabor dulce de sus besos.
Consiente por primera vez de la forma en
la que había estado recreando su recuerdo, se llevó la mano al bolsillo de su
uniforme, pero en ese momento una mano desde atrás tiraba del palo de su
caramelo sacándolo de su escondite.
Andrea tomó todo el aire que pudieron
atesorar sus pulmones y se giró lentamente para ver como él, a su espalda,
liberaba el caramelo de su envoltura y lo introducía en su boca de labios
perfectos. El guapo chico que la había besazo en aquel armario se había
convertido en un hombre de arrebatador atractivo que la miraba con sonrisa
complacida.
—Ese caramelo es mío —le dijo ella en un
susurro.
Él sonrió, lamió con gusto el caramelo y
lo sacó de entre sus labios justo antes de decirle.
—Pienso devolvértelo, Andrea, como besos
de cereza.